Teresa Toda, como mujer, lo primero que estudia en su Cristo son los sentimientos y afectos, la intimidad, su interioridad, su alma, su corazón.
Las Teresas de San José, posesionadas de los mismos sentimientos y afectos de Cristo, como si fueran prolongación de Cristo. O mejor, otro Cristo, revestido de mujer que es particularmente sensible, para amar y ser amado.
El Corazón de su Cristo por dentro, Teresa lo presenta envuelto en cinco virtudes: sencillez, humildad, mansedumbre, mortificación y amor a los hombres.
En esos rasgos descubrió la ruta acertada para copiar a su Cristo, todo misericordia. Así lo compartió con su hija, así nos lo transmitió, como herencia espiritual, quedando plasmadas en las Constituciones las cinco virtudes que forman nuestro carácter y espíritu. Estas virtudes tienen como eje el amor, el servicio al otro, no tanto la adquisición personal de una cualidad
La sencillez es una característica de nuestro modo de ser y vivir como Carmelitas Teresas de San José. Nuestras Madres copian del Evangelio este rasgo de Cristo, y así nos animan con sus mismas palabras: “sed sencillas como palomas”. Siempre sencillas en todo, con todos y siempre, como Jesús.
Para formarse en la sencillez es preciso aprender a mirar con los ojos de Dios la realidad del mundo y de las cosas, abrirnos al diálogo fecundo con los hermanos, expresar con sinceridad, cordialidad y franqueza nuestros pensamientos, realizar nuestras obras sin engaño ni artificio, fomentar un estilo de vida familiar.
Teresa Toda, marcada profundamente por su fracaso matrimonial, vivió en silencio este importante hecho de su vida, con recio temple y en total humildad y aceptación del querer de Dios. En el terreno de la humildad se percibe en ella, más actitudes que palabras, se veía como en un espejo en su Cristo silencioso y humillado. Al igual que su madre, Teresa Guasch se distinguía por la humildad y el servicio desinteresado.
A nuestras Teresas bien podría aplicárseles con propiedad, las palabras de Pablo: sus vidas estuvieron escondidas en Cristo.
Para formarnos en esta virtud debemos buscar siempre la voluntad de Dios; reconocer, valorar y hacer fructificar los dones que el Señor ha puesto en nosotras; apreciar los dones de los demás sin tratar de ignorarlos, desvirtuarlos, ni envidiarlos; reconocer nuestra pequeñez y confiar en la gracia; evitar actitudes de arrogancia y prepotencia; aceptar y practicar la corrección fraterna y actuar consecuentemente con sencillez, pidiendo perdón, sirviendo a los hermanos y teniendo con todos un trato abierto y sincero.
Nuestras Madres Fundadoras ante situaciones de rechazo, hirientes, provocadoras, humillantes, en vez de respuestas de indignación, de resentimiento o de violencia, se mostraron siempre como mujeres afables, serenas, condescendientes, flexibles, dialogantes, entregadas a todos con dulzura, con interés maternal; hábiles para dulcificar las asperezas de carácter o aplacar dulcemente las rebeldías y para perdonar. En todo momento confiadas en la Divina Providencia y animosas en hacer crecer el Reino.
Nuestras Constituciones nos señalan esta virtud como una de las que más caracterizaron a nuestro Divino Redentor y muy necesaria en el desempeño de nuestra misión. Nos animan a seguir a Jesús manso y humilde de corazón; a tratarnos con gran respeto, uniendo cordialidad y franqueza y hablando con el mayor afecto y cariño del corazón; a arrancar con prontitud cualquier movimiento de aversión o de envidia, a acoger a todos con la mayor amabilidad y caridad, y a comprometernos con la paz y la justicia.
Nuestras Fundadoras entendieron, con su Cristo, que el sentido de la negación, del sacrificio, consiste en el amor al otro; es la consecuencia inevitable del querer dar la vida por los otros.
“La mortificación para nosotras, es siempre amor hasta el fin”, hasta el perfecto holocausto. Nuestro Derecho y nuestra Tradición conservan toda la fuerza que nuestras Madres dan a esta virtud, situándola en la perspectiva de configuración con Cristo, de ofrenda al Padre y de entrega misericordiosa a los hermanos.
En una CTSJ la mortificación se manifiesta trabajando en la integración de la propia persona, asumiendo y ofreciendo a Dios Padre los sufrimientos de las exigencias de la caridad, del apostolado, y de las dificultades que la vida nos presenta. Así también en asumir con alegría las adversidades, las incomodidades, los trabajos, y la tribulación. Aceptando las propias enfermedades, dolores y limitaciones, unidas a Cristo. Acompañando a los que sufren, siendo solidarias, entregando nuestra persona como misericordia viva a disposición de los más necesitados y dando incluso la vida por ellos.
Es la pasión por Jesucristo y por su Reino, que nos lanza a dar vida con la vida recibida de Él. Es el impulso que mueve a amar a Dios y a los hermanos. Fue lo que dio origen a nuestra Congregación. Nuestras Madres nos transmitieron ese fuego, esa urgencia de amar, como Cristo, a los más pequeños, con la determinación de entregar la vida en el compromiso por los hermanos, especialmente los niños y jóvenes huérfanos, como huérfana fue Teresa Guasch. Es la misericordia la que moviliza nuestra capacidad de amar y nuestro celo apostólico.
Nuestras Constituciones nos indican que la autenticidad y la fecundidad de nuestra entrega procede de la unión con Dios, de la oración y la contemplación de las necesidades y del dolor del mundo. Para mantener vivo ese deseo de “extender y consolidar el Reino” nos señalan la necesidad de sentirnos enviadas desde la comunidad, haciéndonos solidarias con los sufrimientos y angustias de la humanidad, acompañando procesos que ayuden a las personas a salir de toda clase de alienaciones y opresiones.
De esta manera entiende Teresa Toda a su Cristo porque así lo contempla y así lo sigue ella y su hija, Teresa Guasch.
Cinco rasgos, conectados, que necesariamente conducen a la entrega por amor, es decir, hasta dar la vida por Él, como Él la entrega al Padre.